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FRANCISCO MENDOZA ¨PANCHO PICHACUAS¨ EL ETERNO ENAMORADO ZAMORANO


Es de asegurar y por lo tanto de creer, que así como algunas ciudades tienen en su historia hombres y mujeres ilustres, así también cuentan con personajes populares que son conocidos por todos, por ciertas características casi siempre chuscas que los distinguen de las demás personas.

Zamora, a lo largo de su vida ha tenido varios de esos personajes. Hoy recordamos a uno de ellos que fue conocido con el nombre de Pancho Pichacuas.

Hombre chaparrito y simpático en su forma de ser, era un loquito pacífico que nunca peleaba ni ofendía a nadie. Vivía de la caridad pública.

Vestía con la ropa que le daban, casi siempre al estilo de Pito Pérez y cargaba una bolsa como morral grande, en donde guardaba “su correspondencia amorosa”.

Debemos decir que era “un loco amoroso”, porque según él, entregaba cartas de amor que supuestamente escribía a las muchachas que le gustaban, las cuales a su vez y también imaginariamente le contestaban por escrito, ya sea aceptando o no, la relación de noviazgo que “el galán” les proponía; por eso siempre traía muchas cartas en su alforja.

Era la bella época de la comunicación postal en la que el correo estaba en auge, auxiliado por su hermano el telégrafo; ambos nos daban abasto para atender la muy fuerte demanda que entonces existía. El buen Pichacuas, recogía de la basura los sobres que ya no servían y dejaba volar su imaginación, eran “sus cartas”.

En algunas ocasiones –de vez en cuando– imaginaba que su “noviazgo” terminaba felizmente en el altar y como tenía que llevar a su joven esposa al indispensable paseo de bodas, entonces le decía a la gente que conocía “que ya se iba a casar y que le había dicho a su novia que fuera a la mejor tienda de ropa de la ciudad, a comprar todo lo que necesitara, al cabo el dueño era su amigo, y para viajar, el señor obispo de Zamora le iba a prestar su automóvil con chofer particular.

Así pasó su vida eternamente enamorado, soñando despierto, hasta que un día dejó de vagar por las calles y se supo que había fallecido sin dejar ni viuda, ni hijos, pero sí mucha “correspondencia sentimental”, que jamás podrá publicarse, porque nunca existió en la realidad.

¿Qué hubiera hecho ahora Pichacuas?, pues el tipo de correspondencia postal tiende a desaparecer, por culpa del Internet y su correo electrónico. Tal vez hubiese tenido que imaginar que tendría computadora y teléfono celular.

De nuestro personaje, don René Enrique Villar en su libro “Personajes de Zamora”, nos dice lo siguiente:

“Popular es Pancho “Pichacuas”, el enamorado, en todo Zamora. Su nombre es conocido desde hace varios años, porque entonces, joven se dedicaba a enamorar a cuanta mocita encontraba y a entregar cartas de amor a quien se les recibiera. Como las muchachas ya lo conocían, no tenían inconveniente en recibirlas por la simple curiosidad de saber qué les escribía.

Su figura, regordete, chaparro, desarrapado y sucio, pero siempre honrado y servicial, pues su trabajo fue hacer mandados o mozo de casas grandes y nunca, que yo sepa fue despedido por ladrón.

Nació Francisco Mendoza en el año de 1920 allá en el barrio de La Martinica, barrio siempre humilde, suburbio de la ciudad, lugar de reunión de vagos, marihuanos y uno que otro amigo de lo ajeno.

Su padre, como Pancho, desaliñado obligado a trabajar por la necesidad de alimentarse, pues a la familia siempre la tuvo abandonada. En las faenas del campo para sacar camote, ni siquiera se molestaba en agacharse, pues adquirió demasiada habilidad para hacerlo con el tacón o la puntera del huarache por lo que sus demás compañeros lo apodaron “Pichacuas”, apodo que por igual heredó Pancho.

La mamá, Dña Antonia Mendoza, desde antes de casarse trabajó sirviendo a comideras y fonderas, más tarde lavando ajeno y por último, hasta la fecha barriendo calles, por cuyo aseo obtiene un semanario o mensualidad de los vecinos.

Pancho “Pichacuas” el enamorado, alma inocente que siente el deseo infinito de sentirse amado pero ¿qué sabe Pancho Pichacuas lo qué es amor? Él no ha sabido más que de miserias y sufrimientos, miserias desde su tierna infancia, cuando recuerda que sentado en un mísero petate y peleándose el mendrugo de pan o de tortilla con el perro famélico de la casa, esperaba que el padre no llegara borracho y trajera cuando menos un bocado.

Y así crecieron él y su hermano. La buena de Dña. Antonia desde las cuatro de la mañana se había levantado a ir a tortear la masa de alguna fonda para cuando menos conseguir el “taco” para sus hijos.

Ellos desarrapados y mugrosos, con la ropa y la cabeza anidada de piojos, corrían por las polvorientas calles de la “Martinica” buscando las cáscaras de las frutas para ayudarse en sus alimentos.

Y el hambre los hizo ofrecer sus servicios para hacer mandados. Muy pequeños aún, su hermano Jesús podía con un bulto de dos veces más su peso y los chicos del barrio, por su fuerza y su manera de andar lo apodaron “El Oso” (ya mayor Jesús se cargaba en la espalda con una manta de por medio una barra de hielo de 80 a 90 kilos) ya mayores, si es verdad que alguna vez los inscribieron en la Escuela de “Gobierno” prefirieron no quedarse con hambre que aprender a leer.

Y Pancho lo deseaba, quería enseñarse a escribir cartas bonitas, cartas de amor para las muchachas del barrio, porque desde chico fue romántico y enamorado.

¿Amaba? Quién sabe, pero sentía la necesidad de verse amado, algún afecto que le diera un poco de cariño que no pudo tener ni en su hogar.

Su padre, siempre borracho, golpes y maldiciones era cuanto podía darles, su madre, la buena de Dña. Antonia que alguna vez también tomó para “olvidar” pasaba la mayor parte del tiempo ayudando a los quehaceres en las fondas y muy de madrugada molía el nixtamal para “dejarles cuando menos una gorda a los muchachos”.

Y la necesidad de encontrar afectos llevó a Pancho a ofrecer en las casas grandes sus servicios como mozo o mandadero. ¡Necesitaba comer y allí había comida en abundancia!

Y allí había sirvientas jóvenes que como muchacho le hablaban con cariño y afecto, ¡Afecto! Eso era lo que él necesitaba.

Y poco a poco, al correr de los años, se fue sintiendo un enamorado y su alma inocente creyó, que como otros mortales, tenía el derecho de aspirar al amor de tantas muchachas guapas; para él no le importaba que fueran ricas o pobres, él era un mortal y era un enamorado de la belleza.

Pero a una señorita rica, no podía expresarle sus sentimientos, no era un joven preparado y no tenía palabras para expresar lo que él creía un amor y entonces recurría a un medio más sencillo, escribirle una carta.

¿Pero cómo? Tampoco sabía escribir y entonces buscaba a quien él creía que podía hacerlo. Hecha la misiva llegaba con la dama de sus sueños y le rogaba que le recibiera una carta.

Muchas chicas, actualmente respetables damas, por la curiosidad al recibir las misivas o por reírse de Pancho “Pichacuas”, tuvieron que sonrojarse al leer las cartas, pues éstas que siempre las mandaba escribir Pancho con algunos que también le seguían la broma, y aunque muchas cartas iban decentemente escritas, otras en cambio…hacían sonrojar a las curiosas damitas.

Al principio algunas chicas se resistían a recibir las cartas, pero poco a poco lo fueron conociendo, era inofensivo, solamente, un enamorado.

Creía tener derecho a ser amado, a ser correspondido. Y de esas cartas…nunca hubo contestación.

¡Pero él seguía enamorado! Enamorado de un imposible y soñaba, soñaba como todas las almas jóvenes y románticas, porque Pancho “Pichacuas” era un romántico.

-¡Un loco! -¡Un atrevido! -¡Un…! –como lo llamaban muchos.

Y recorre Zamora con su saco de cartas, buscando su quimera, tal vez la mujer con quien había soñado y que él creía tener derecho a amar.

Pero pasaron los años. Pancho “Pichacuas”, el enamorado se fue haciendo viejo, siguió soñando porque su ilusión no ha muerto, pero ahora su ofrecimiento de “¿me recibe esta carta? Ya resulta irrisorio.

Pero Pancho “Pichacuas”, sigue siendo el eterno enamorado, el romántico vagabundo. Personaje popular de esta levítica Zamora” (René Enrique Villar. Personajes de Zamora. Ed. José María Cajica Jr. S.A. Puebla, 1960. PP. 306-309)


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